Carpentier, las mesas de este mundo
Una visión de la cocina a través de la obra del escritor cubano
Alejo Carpentier es una de las figuras representativas de la cultura cubana. Escritor, musicólogo, diplomático, brindó a través de su narrativa un cuadro lúcido de la realidad americana. Su visión es la de un inagotable humanista: el panorama de América debía no sólo entenderse a través de su cronología y su política; sino más bien en todos los aspectos que marcaban la cotidianeidad: el ámbito natural, las costumbres y, desde luego, la cocina.
La obra de Carpentier plantea, entre otras cosas, un recorrido por las cocinas del mundo y, especialmente, de nuestro continente. En ellas brillan las ollas rebosantes de una realidad maravillosa: mole poblano, ajiaco, olla podrida de papas, plátanos y cecina. El escritor nos exhibe una cultura que, entre la guerra y el amor, goza de la herencia de los abuelos: una cocina mestiza en la que, entre el arroz, el plátano frito, el ñame y los pichones, se rompe la “incomunicación” de Africa y Europa, de Asia y América. Tal encuentro cultural dio como resultado una unión de sabores de vida plena en cocinas como la cubana o la mexicana. Cada platillo es muestra de una realidad maravillosa: una cocina exuberante, voluptuosa.
En El Siglo de las Luces, el Caribe del siglo XVIII es el contexto donde a la par de las revoluciones políticas se realizan las culinarias. Una cocina criolla que termina por convertirse en la referencia existencial de los personajes: nuestra comida brilla como un signo de identidad, como una conciencia colectiva. Novela de sorprendentes descripciones en la que los hombres aman y mueren “junto a mucho vino y buey con zanahorias nuevas; […] ron del mejor, café del que mancha la taza”.
El barroquismo gastronómico cobra aquí una secuencia extraordinaria: los banquetes se continúan en una festiva alegoría del carácter explosivo y voluble del continente. Igualmente, surge una comparación entre las cocinas de América y Europa. A la locura y abigarramiento de la primera, se opone el cartesianismo y la austeridad de la otra (España se vuelve en su obra un ejemplo latente de esta última característica). Los personajes no dejan de soñar y vivir la cocina natal. Tampoco Carpentier elude una afición: al esquematismo europeo opone la deliciosa volubilidad americana. No es gratuito que al hablar de la cocina europea repita, en páginas distantes entre sí, una descripción muy bella, pero fría: “traía bandejas cubiertas con paños, bajo los cuales aparecieron pargos almendrados, mazapanes, pichones a la crapaudine, cosas trufadas y confitadas“.
En El Reino de este Mundo, nos encontramos con que “cansado del garbanzo y la cocina de los toscos españoles […], el fraile astuto se encontraba muy bien en la corte haitiana, cuyas damas lo colmaban de frutas abrillantadas y vinos de Portugal”. El Reino… es, igualmente, la consagración de lo real maravilloso culinario. ¿Qué civilización puede gozar de un cocinero negro convertido en rey? ¿Quién si no Henri Christophe, maestro cocinero de la Corona, “ponía la mano en la artesa, lograba masas reales cuyo perfume volaba más allá de la calle de los Tres Rostros”, y era también capaz de mover todo un pueblo en pos de un sueño imperial?
En Ecue-Yamba-O, su primera novela, la cocina revive su carácter mágico al convertirse en el puente mediumnico hacia el encuentro con los muertos: “hubo […] una brusca pausa cuando apareció el portero Famballén trayendo una enorme cazuela llena de cocido de gallo, con ñame, caña, cacahuate, plátano, ajonjolí y pimienta. (Parte de ese Iriampo fue reservado para los muertos, en una vasija de barro, después de la condimentación ritual de tabaco y pólvora negra”.
En el Concierto Barroco, el desencanto del criollo ante Europa, y la aceptación de su condición de americano, deslinda una deliciosa apología de la cocina mexicana: “ante las albóndigas presentes y la monotonía de las merluzas, evocaba el mexicano la sutileza de los peces huachinangos y las pompas del guajolote vestido de salsas oscuras con aroma de chocolate y calores de mil pimientas”.
La muy americana cocina de Carpentier es una culinaria llena de aromas: “jengibre, laurel, azafranes y la pimienta de Veracruz”. Su prosa, llena de referencias culinarias, advierte también la autenticidad y frescura de la cocina iberoamericana ante los conceptos industriales cimentados en Estados Unidos en el siglo XX: “allí donde […] el pan había dejado de hacerse pan, las legumbres sabían a congelado y las sopas no se espesaban ya en las matriarcales ollas caseras, sino que yacían como cadáveres comestibles -concentradas y endurecidas meses atrás- en el ataúd de sus envases de hojalata”. Estas reflexiones lo llevan a la consolidación de una teoría, la de los contextos: las condiciones dominantes en nuestro continente determinan el carácter y la vitalidad de los pueblos americanos. Agudamente, ubica dentro de estos contextos el factor culinario.
Ya en La Consagración de la primavera, el cubano protagonista advierte: “Vatel, Careme, inventores de técnicas culinarias aún vigentes, padres de toda una filosofía de las salsas y aderezos, fueron los Descartes, los Malebranche, de la marmita y del sartén […] y es que en Europa se había elaborado una metafísica de la cocina, un acercamiento por la Razón, el Logos, a las esencias puras de lo comestible […], estableciéndose así una suerte de fenomenología del manducar, del salivar, del tragar, bien distinto de nuestro historicismo de la cocina que especulaba con los hábitos gustativos dejados en el paladar de todos por un choque de razas”. “[…] Criollo era yo al fin y mi cocina no procedía de la de Apicio el romano, sino que era la que habían elaborado juntos el Marqués de Villena, maestre de las artes cisorias, el diabólico marmitón que aherrojó al Gran Almirante, el Príncipe Kankán Muza […], los caciques de todas mis islas y los bucaneros de sus costas […], mestizaje intercontinental -simbiosis de sabores- que era el tamal, la hallaca, el congrí y el ajiaco“.
Esta idea adquiere una consistencia mayor en la serie de ensayos Tientos y Diferencias. Aquí, la cocina mexicana adquiere una referencia vital: “La cocina mexicana es, con la china y la francesa, una de las tres grandes cocinas del mundo. Toledo huele a aceite y mazapán, Nankin a salsa de soya como el Asia Central huele a carnero y pan sin levadura. En tanto, muchas ciudades mexicanas huelen a chile, mole y tortilla de maíz (esto último, sobre todo, llega a volverse obsesionante para el forastero recién llegado) porque la cocina mexicana responde a una filosofía, a un sistema, a un discurso del método, del tratamiento de los manjares que, como la cocina francesa y la cocina china, no resulta una mera repetición, inamovible, de 20 platos regionales, tradicionales, siempre semejantes a sí mismos (como el viejo alcuzcuz de los árabes o la fondue helvética) agotados sus sabores al cabo de una semana de residencia en el país de su elaboración de alabanza”, concluye Carpentier.
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